SIMPLEMENTE... TOLEDO

miércoles, 31 de octubre de 2012

LA LEYENDA DE LOS OJOS NEGROS O LA CONCIENCIA DE DON GERMÁN

¡Buenas!. ¿Qué tal estáis?. Aquí estamos de nuevo.

En este día especial, os traemos dos relatos de terror.

El primero de ellos es cortesía de los amigos del blog "El Miradero" (http://elmiradero.es/), a los que aprovechamos para dar las gracias por este grandísimo relato.

Se titula "La leyenda de los ojos negros o la conciencia de don Germán". Espero que os guste, como me ha gustado a mí.

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“Imaginaos el Toledo del s. XVI, cuando reinaba el Emperador Carlos.
Gélida era la mañana en la que D. Germán López de Arévalo abandonó su casa, bien temprano, para dirigirse hacia la de su amada, Doña Inés de Calatrava, que vivía al otro lado de la ciudad, en una gran y algo destartalada mansión, medianera con una bella iglesia gótica.
El motivo de la visita no era otro que convenir formalmente con el padre de Inés, D. Esteban de Calatrava, la fecha de su desposorio. Y, si bien la hora acordada para la formalidad era algo más tarde, los nervios y los deseos de su corazón enamorado le impulsaron a adelantar los acontecimientos hasta casi el amanecer de aquel día.
Así, tan dispuesto como nervioso, alcanzó la esquina en la que comenzaba la calle cuando vio, sin ser visto, como su amada, desde un bello balcón enrejado, despedía a un gentilhombre.
Aquél individuo no era sino un buen amigo de la familia que, regresando de un largo viaje y debiendo pronto partir a otros lejanos lugares, había aprovechado aquel temprano momento para realizar una visita de cortesía. Sin embargo, D. Germán, ignorante de las circunstancias, no obtuvo la misma impresión y sea por las apariencias, por los nervios del momento, por su gran amor hacia Inés o por una combinación de todo ello, llegó a la precipitada conclusión de que aquel joven era, sin duda, un amante de su prometida que, tras una noche de ilícita pasión, aprovechaba las primeras luces del alba y las aún desiertas calles para despedirse de ella con cierta discreción.
D. Germán, obcecándose de inmediato con tan absurda idea e incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la defensa de su honor y su orgullo heridos, se dirigió con presteza a la casa de los Calatrava, aporreando su puerta con puño fuerte.
-¿Quién perturba la paz de esta casa a tan tempranas horas de la mañana? -inquirió el ama de llaves al abrir.
-D. Germán López de Arévalo, ama. ¿Donde está doña Inés, tu señora?. He de verla de inmediato -manifestó el caballero con voz firme y altiva.
-En sus apostentos, señor -respondió extrañada y desconfiada la mujer- mas ahora no podéis verla.
-Lo siento, ama, no puedo esperar y urge el que la vea.
Sin más palabras y no esperando respuesta alguna, se dirigió hacia las escaleras, desenvainando su espada, enfurecido como estaba por los celos. Al paso le salió un anciano D. Esteban, ya no tan ágil como antaño.
-¿Se puede saber que escándalo es éste que vos, D. Germán, estáis dando?. Os tenía por hombre más sensato y calmado.
-Por calmado me tenía yo, mas por sensato me tengo ahora, pues habiendo sido testigo de mi deshonra, dispuesto estoy a arreglarlo.
-No sé cual es la deshonra de la que habláis, pero de aquí, vos no pasáis -respondió con voz firme el anciano.
-Eso, D. Esteban, habrá de decidirlo mi espada -dicho lo cual, el enloquecido enamorado comenzó un absurdo duelo.
-Estáis loco, dijo D. Esteban.
-O más cuerdo que nunca -respondió el novio.
El duelo fue fiero, pero rápido y predecible, pues la edad de D. Esteban no le permitía grandes esfuerzos, por lo que la espada de D. Germán terminó hundiendo su hoja en el estómago del anciano.
-Lo siento, buen amigo, pero mi honor exige una satisfacción y vos tratabais de impedirlo -y, tras decir esto, subió deprisa los escalones.
Viendo todo esto e incapaz de evitarlo, el ama de llaves, guiada por la sabiduría que proporcionan la experiencia y los años, o quizás por razones más oscuras, dijo para sí, y de un modo inquietante, estas palabras: “Harto costoso es el precio que habréis de pagar por vuestros infundados celos”.
Llegó el enloquecido caballero hasta su amada y allí mismo la mató, hundiendo su espada en el costado de Inés, atravesando su delgada figura con su afilada y enrojecida hoja. Después, dándose cuenta de lo que había hecho, comenzó a llorar desconsoladamente, atormentándose por lo que había sucedido. Inés había muerto y un completo caos se apoderó de la mente del caballero. Una parte de su ser, la del honor y el buen nombre, le aseguraba que había obrado bien, mientras otra, la de la conciencia, le cuestionaba: ¿no serán celos infundados, noble caballero?. Y en dura pugna ambas facciones combatían, belicosas, por el control de su ser.
A tal confusión llegó que, no soportándolo más, ni resistiendo tanta tensión, allí mismo se desmayó, permaneciendo sin sentido por espacio de unas horas.
Al despertar sintió frío. El suelo parecía estar helado. Miró a su lado sólo para contemplar a su amada tendida en el suelo, fría, dormida para siempre, hermosa como era, como siempre había sido, y quizás más aún ahora, con su pálida y tersa piel aún no corrompida, sus suaves mejillas aún sonrosadas, su delicada boca aún perfecta y apetecible, y esos hermosos ojos, aún abiertos, pero que lejos de expresar dolor parecían transmitir una extraña placidez, una calma como de otro mundo. Cuánto le extrañó esto a D. Germán, que, sin levantarse del suelo, cerró suavemente con una mano los ojos de su amada. Y, una vez cerrados, se quedó mirando el suave rostro de la doncella, recordando momentos felices ya perdidos para siempre… su alegría, sus ganas de vivir, tanto amor… y recordando entristecido, no se percató de que un dedo de doña Inés parecía haberse movido. Instantes después, sus párpados se abrían de nuevo.
Al fin, se dio cuenta y se quedó mirando mientras un repentino sudor frío recorría su cuerpo de arriba a abajo, serpenteando entre sus vestiduras.
Lo imposible ocurrió: ella abría nuevamente los ojos, pero aquello no era normal. Aquellos ojos, antaño hermosos y que ahora volvían a la vida ¡estaban completamente negros! Sus dos globos oculares, oscuros ahora como una noche cerrada, profundos y brillantes, parecían clavar su negra y penetrante mirada en el caballero, sin parpadeos, sin movimiento, sin expresión de ninguna clase.
Ella, casi ingrávida, comenzó a incorporarse con lentitud, sin dejar de mirarle. ¡Ayúdame!, ¡Ayúdame! -suplicaba mientras se levantaba y sonreía…
El caballero estaba inmóvil por el miedo. No podía hacer nada, salvo… salvo obedecer. Se acercó lento pero seguro y la cogió de un brazo para levantarla. Ella le agarró con sus manos, clavándole las uñas en los brazos, penetrando hasta el hueso. Él no podía aguantar el dolor. Intentó soltarse pero no pudo. Ella seguía susurrando: ¡Ayúdame!, ¡Ayúdame!, mientras acercaba su rostro al del caballero, sin despegar de éste su mirada, al tiempo que continuaba apretando con inusitada firmeza los brazos de D. Germán, ocasionándole una abundante hemorragia y un intenso dolor. La sangre manaba de ambos brazos, pero ella seguía apretando cada vez con más fuerza. Incorporada ya del todo, y levantando a D. Germán del suelo como si no pesara ni un kilo, se aproximó hasta las escaleras, lanzándolo por ellas.
Ella bajó por las escaleras con lentitud, casi levitando, hasta llegar al lado del caballero y, agachándose, empezó a lamer toda la sangre que estaba extendida por el suelo. Cuando acabó, salió de la habitación. Él todavía vivía. Se había reincorporado y trataba de salir de la casa. Cuando ya se encontraba cerca de la puerta, el suelo comenzó a temblar y se formaron unas enormes grietas. Parte del suelo se hundió y, por el hueco, nuevamente apareció ella. Sus ojos, completamente negros, volvían a estar fijos en los de él, ya paralizado por el miedo e incapaz de moverse. Al fin, pudo reaccionar y desenvainó la espada, dispuesto a luchar por su vida.
-¿Quieres luchar? -inquirió ella con una voz ligeramente metálica y sin mover los labios- Muy bien… ¡¡¡pues lucha!!! dijo al tiempo que aumentaba de tamaño hasta doblarle al caballero en estatura.
Justo entonces, el caballero hizo uso de su espada y consiguió cortarle una pierna. Extrañamente, ella no perdió el equilibrio, manteniéndose en pie sobre su única pierna como si no hubiera pasado nada. Sin embargo, lo más extraño ocurrió a continuación, pues, como si de un vegetal se tratara, de ella nació otra pierna que, en segundos, terminó sustituyendo a la extremidad cortada, mientras que de ésta, a su vez, surgió lo que terminó siendo un nuevo ser: una copia exacta del caballero, milimétricamente idéntica en todo salvo en un detalle: sus ojos eran completamente negros.
Aterrado, y sin saber bien cómo, don Germán salió de la casa y se dirigió a la vecina iglesia. A esas horas tenía que haber misa y podría pedir ayuda tanto de Dios como de los hombres. Mas al entrar en la iglesia no había nadie. Ni un alma. Aquel lugar estaba vacío.
Arquitectónicamente, aquella iglesia era de pura traza gótica. Las paredes estaban llenas de relieves en piedra y bajo el altar había una cripta con momias del s. IV.
Era una iglesia de una sola nave y, desde el pequeño crucero hasta los pies del templo, se extendía un coro hecho en madera de nogal pintada y con incrustaciones de marfil y nácar. Entre unos asientos y otros, en la parte más alta, y sobresaliendo por completo, estaba tallada la cabeza de un angelito, sonriente, y de color claro. El resto del cuerpo, en cambio, estaba tallado en el propio tablero de la pared. En total había 48 amorcillos en aquel coro.
De las bóvedas de crucería colgaban grandes lámparas de forja castellana, siendo la mayor de entre ellas la del centro del crucero. El altar, por su parte, contaba con un retablo de pinturas trecentistas de la escuela de Siena. Delante del altar, a la altura del crucero, destacaban un par de sepulcros pertenecientes a los señores de Alcocer. Estaban labrados en rico mármol y contaban con hermosas esculturas de sus titulares.
Él entró allí y tuvo miedo. No vio a nadie y sintió un intenso frío. Se dirigió lentamente hacia el altar y, según comenzaba a aproximarse, se fue percatando de que alguien le vigilaba. Era evidente para él que, pese a las apariencias, allí había alguien más. Se le erizó el vello de la nuca. Sin duda, alguien le observaba fijamente.
Estaba aún no muy lejos de los pies de la iglesia cuando las puertas se cerraron de golpe. Instintivamente, corrió hacia ellas pero no se molestó en intentar abrirlas. Sabía que sería inútil.
De nuevo, fue caminando hacia el altar en medio del frío silencio. Sus pasos resonaban en las pétreas paredes, devolviendo un extraño y retardado eco. Y, a cada paso que daba, los amorcillos del coro se iban moviendo. Los de más atrás emitían un leve chasquido. Su expresión cambiaba casi imperceptiblemente de la sonrisa al odio. Los ojos se movían lentamente. La madera crujía con cada leve cambio. La boca se entreabría dejando salir un detestable mal aliento. Los ojos seguían abriéndose. ¡¡Eran negros!!. El cuello también se movía. Todos los angelitos dirigían ahora su mirada a D. Germán, moviendo su cabeza en dirección al altar.
D. Germán seguía caminando, completamente seguro ya de que detrás de él ocurría algo, pero no se dio la vuelta. Cuando llegó al crucero, a la altura de las dos tumbas, giró y el susto que se llevó fue impresionante. Todos los amorcillos le miraban sin pestañear, quietos, con la boca abierta y despidiendo un olor insoportable. Él estaba quieto, paralizado, pero más calmado que antes. Ya no le asustaba tanto todo aquellos. De algún modo, se había acostumbrado.
-No parecéis temernos, caballero. ¿Por qué? -interrogaron al unísono las cuarenta y ocho cabezas, con su voz metálica y profunda. Y repitieron: ¿por qué?.
-¿Por qué habría de temeros? -contestó valiente el caballero con voz alta y desafiante.
-Porque vos nos habéis desafiado, al obrar mal luchando contra nos.
-¿Quiénes sois para que sepa contra quién lucho?, ¿No merezco conocer a mi enemigo?
-Somos los que oís, trascendemos al espacio y al tiempo y estamos donde estáis. Y puesto que vos, caballero, habéis matado sin razón, justo es que nos hagamos lo propio.
-Si he matado, ha sido por mi honor, pues he sido traicionado -contestó con ira el caballero.
-¡Honor! -replicaron- ¿Qué honor es ése por el que se mata sin más causa que la de unos celos infundados?, ¿Qué honor es ése al que aspiráis al tratar de huir de nos tan pronto como nos dejamos ver y oír? ¡Os llenáis la boca hablando de un honor que no existe mas que en vuestras huecas palabras!.
El caballero no sabía qué decir. No entendía nada.
-Estáis confuso, D. Germán. Permitidnos iluminar con certezas las sombras de vuestras dudas y tened esto por cierto: vais a morir.
-¿Morir? ¿Por qué? -respondió alarmado el caballero.
-Sea quizás porque doña Inés reclama su honor, arrebatado junto a su vida por vuestra precipitada mano.
-¡Inés está muerta! -gritó D. Germán, incapaz de entender todo aquello.
-¿Y quién lo dice? ¿Vos? ¿No visteis acaso a doña Inés viva, regresando de la muerte y alzándose frente a vuestra persona?
-Sin duda aquella no había de ser Inés, sino vos, seáis quien seáis, pues no habéis querido contestarme sino con acertijos.
-Acertijo cuya solución hallaréis, sin duda, en lo profundo de vuestro ser. Vos conocéis la respuesta, la conocéis muy bien, pero habéis preferido no creerla, ignorarla. No obstante, parece que empezáis a entenderlo, caballero. Sí -admitieron los cuarenta y ocho- nos éramos, pero eso… ¿acaso importa?. Nos, hemos juzgado que vos, D. Germán, habéis de morir y moriréis antes de abandonar esta iglesia. Vais a morir como vuestros hechos os han hecho merecedor: de tan espeluznante manera como jamás hayáis soñado.
-No me acobardáis -replicó nervioso D. Germán.
No hubo más respuesta. Las cabezas cerraron la boca, pero no los ojos, que continuaron fijos en D. Germán, negros, profundos, brillantes. El caballero no se percató de que detrás de él las dos estatuas de los sepulcros se habían incorporado.
Al darse la vuelta, los vio, de pie, con sus impasibles ojos negros. Una de las estatuas sujetó al caballero con una de sus marmóreas manos, mientras hundía un dedo de la otra en el costado del caballero, produciéndole una herida. Después le soltó y D. Germán, aterrado, se dirigió corriendo hacia la salida de la iglesia, pero la lámpara de la bóveda situada a los pies de la iglesia cayó aparatosamente justo delante de él, impidiéndole el paso y obligándole a retroceder, sólo para observar como la estatua señalaba la lámpara de la bóveda anterior, que cayó al instante, obligando de nuevo al caballero a retroceder más aún.
Antes de caer la tercera, D. Germán, esquivando los restos de las otras dos, corrió hacia la puerta situada a los pies de la iglesia. Con un gesto, la estatua miró a las altas vidrieras, que estallaron en una impresionante y multicolor explosión de cristal que llovió sobre toda la iglesia, clavándose muchos pequeños cristales en las carnes de D. Germán e hiriéndole gravemente. Malherido, vio con sus ojos como el coro comenzó a arder, mientras las 48 cabezas seguían mirándole fijamente entre las llamas. Las bóvedas comenzaron a deshacerse y los grandes bloques de piedra que las conformaban empezaron a caer al interior de la iglesia mientras el coro seguía consumiéndose.
El caballero recordó la existencia de la cripta y se dirigió como pudo hacia ella, pues sus graves heridas no le permitían ya correr.
Las bóvedas seguían deshaciéndose como si fueran de arena mientras las estatuas de mármol caían al suelo descompuestas. Repentinamente, el órgano de la iglesia dejó oír su potente y atronadora trompetería hasta que un enorme bloque de piedra caliza cayó sobre el teclado destruyéndolo.
El caballero llegaba ya a la cripta, cuando la lámpara mayor cayó desde lo alto del crucero. D. Germán entró en la cripta, esperando estar allí a salvo, pero casi de inmediato otro gran bloque cayó desde lo alto, bloqueando la entrada y quedando encerrado el caballero.
De golpe, D. Germán se dio cuenta de algo: ¡las momias!, ¡las momias también le miraban! y sus ojos… ¡eran negros como la noche!.
Ya no aguantaba más. Estaba al borde de la locura cuando aquellos cadáveres semidescompuestos empezaron a moverse. Todos ellos, amontonados sobre las diferentes paredes de la cripta, empezaron a desplazarse a duras penas hacia el caballero, sin despegar sus profundos y brillantes ojos negros de él. El caballero no sabía qué hacer. No podía ir a ningún sitio. La salida, bloqueada, le impedía escapar de aquella pequeña cripta llena de cadáveres andantes que se aproximaban hacia él desde todas las direcciones. Finalmente, tras unos eternos segundos de angustia que le parecieron horas, las momias llegaron hasta el caballero y, con unas decoloradas y pálidas lenguas empezaron a lamerle la cara, mientras con sus manos le sujetaban con suavidad.
Jamás salió de allí.
A todo esto, don Germán despertó en su casa. Todo había sido un sueño, una pesadilla. Se dirigió al balcón a descorrer la gran cortina de terciopelo rojo que lo cubría, para dar paso a la sana luz del sol de la mañana. Al descorrer la cortina no fue sol lo que vio, porque allí estaba Inés, con sus ojos negros, mirándole. De repente, sin darle tiempo a reaccionar, le cogió del cuello con una mano, acercando su cara a la de él, al tiempo que sonreía diabólicamente diciendo: ¡Ayúdame!. Y empezó a lamerle la cara.
En ese momento, Germán despertó realmente. Sin embargo, en esta ocasión, antes de dirigirse al balcón, cogió su espada. No quería seguir soñando. Ella podía estar ahí. En el balcón. Mirándole. Mirándole fijamente con ojos negros. No quería que el sueño continuara. Quería acabar con la cadena de pesadillas sobre Inés. Al fin y al cabo, en la realidad, no la habría matado. Pero quería saber si soñaba todavía. Se desnudó nerviosamente de cintura para arriba y pudo comprobar, con espanto, las graves heridas de su costado y de sus brazos. ¡Aún duraba la pesadilla!.
Con la espada en la mano se dirigió al balcón. Descorrió la cortina. Allí estaba ella, pero antes de que ocurriera nada, el caballero la cortó la cabeza de un seguro y certero tajo. Todo había acabado. La cicatriz desapareció. Y el cadáver también.
Decidió lavarse e ir a visitar a la verdadera Inés.
Cuando llegó a la esquina de la calle donde vivía su amada, D. Germán la vio despedirse de un gentilhombre y los celos mortales se adueñaron de él. En ese instante se olvidó del sueño.”

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¿Qué os ha parecido?. Seguro que muy bueno. El relato original está en la siguiente dirección: http://elmiradero.es/post/34700334113/la-leyenda-de-los-ojos-negros-o-la-conciencia-de-don

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 Y nada más, ahora vuelvo con mi relato.

Muchas gracias por vuestras lecturas y comentarios. Sois el motor del blog.

Se despide, 

Triskel, gota de palabra.

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