SIMPLEMENTE... TOLEDO

viernes, 22 de agosto de 2014

TOLEDO Y EL CÓLERA DE 1833 Y 1834.

¡Buenas! Aquí estamos de vuelta.

Estos días está siendo de actualidad una enfermedad terrible llamada ébola que está haciendo un daño terrible en África y de la que espero pronto se contenga o se encuentre una cura para ella para así salvar a todos aquellos que se merecen llevar una vida mejor.

Lo que pocos sabréis es que en otro verano, concretamente en el del año 1834, en Toledo se luchaba contra la epidemia de otra temible enfermedad: el cólera.

¿Qué es el cólera?

El cólera es una enfermedad infecto contagiosa intestinal aguda provocada por los serotipos O1 y O139 de la bacteria Vibrio cholerae. Puede llegar a producir una diarrea acuosa que puede llevar rápidamente a la deshidratación y con ella a la muerte.

¿Cuántos brotes se dieron en España?

Esta epidemia que voy a contar fue el primero de muchos brotes que se dieron en España durante el siglo XIX, e incluso en el siglo XX.

¿Cuándo llegó a España?

Los primeros casos en España se produjeron en Vigo y Barcelona en enero de 1833.

¿Cuándo llegó a la provincia de Toledo? ¿Cómo se gestionó la epidemia?

A la provincia de Toledo llegó en el mes de septiembre. Rápidamente, se constituyó una Junta de Sanidad que ordenó medidas de aislamiento y cuarentena.

Entre estas medidas estaba la de instalar hospitales para tratar esta enfermedad infecciosa en la ermita de la Virgen de la Guía y en la de la Bastida.

Los primeros infectados que se conocen en la provincia fueron un oficial y su tropa que fueron puestos en cuarentena. Venían a la ciudad, procedentes de Badajoz, a recoger armas a la Fábrica.

Los facultativos avisaban a la Junta para que ésta solicitara un informe al alcaide de la cárcel sobre el estado de las dependencias y la salud de los allí acogidos.

No era algo casual. En 1831 apareció un conato de epidemia en la ciudad cuyos primeros indicios partieron del presidio.

Otras medidas fueron:

  • Pedir la colaboración de los molineros y también de los barqueros para que no trasladasen a forasteros de un lado a otro del río.
  • Se dio la orden, y en algunos casos se expulsó, a mendigos no identificados y se pregonaron medidas de desinfección dirigidas a clases menos pudientes. Entre éstas se incluía la abstención de comer melocotones, sandías o uvas porque se creía que las infecciones gastrointestinales facilitaban la incubación colérica.
  • Se extremaron medidas de vigilancia sobre vinos, aguardientes y licores, tanto los expedidos en mesones y tabernas como los servidos en bodegas, con la finalidad de evitar que fuesen adulterados.
Como el ánimo es fundamental en estas situaciones, se anunciaba insistentemente cualquier noticia positiva acerca de la situación. Se decía que "se gozaba de buena salud, por la Divina Misericordia".

Pero la realidad era bien diferente.

Algunos pueblos ya habían remitido a la Diputación la existencia de pequeños conatos de la enfermedad.

El 14 de julio, las autoridades provinciales deciden nombrar a personas que guarden las puertas de Toledo.

En febrero de 1834 llegan alarmantes noticias a la Diputación: en Mora existe un núcleo epidémico de bastante intensidad.

Tras una reunión urgente entre el corregidor de Toledo, Francisco Osorio, el regidor Antonio del Valle, el procurador Tiburcio Martos, el canónigo Juan Sastres y los médicos Diego Mayoral y Manuel Herrera, además del marqués de Hermosilla que representaba a los hacendados y Mateo Cabareda que representaba al comercio.

Establecieron medidas sanitarias y militares en las zonas de la provincia infectadas y a férreas medidas de aislamiento en Toledo:

  • Se cierran las puertas de la ciudad manteniendo a los guardianes en ellas.
  • Se vuelven a instalar los hospitales de la Bastida y la Guía.
  • Se traslada a los presos de la cárcel.
  • Se prepara una sala de contagios en el hospital de San Juan Bautista.
Por medio de bandos se volvía a recomendar al vecindario que se pusiese en marcha un amplio catálogo de normas de prevención.

La ciudad estaba falta de limpieza y la situación higiénica no era mucho mejor ya que el sistema de alcantarillado se encontraba en pésimas condiciones y apenas había sido remodelado en el transcurso de los siglos.Aún era frecuente verter aguas y basuras a la vía pública.

Y si esto no fuera poco, se añadían más problemas.

Los boticarios se quejaban a la Junta del alto precio de las medicinas remitidas, llegando a amenazar de que si no se producía una rebaja, las devolverían.

La Junta, viendo la delicada situación económica de la Provincia, esquivaba como podía las quejas mientras veía  que las peticiones de dinero realizadas al Gobierno, al arzobispado, al ayuntamiento y a otros organismos tardaba en materializarse.

Durante los primeros días de junio, se habían detectado en la cárcel conatos de enfermedad. En sesión celebrada el día 23, los médicos Mayoral y Herrero son nombrados para redactar un informe.

La solución más inmediata en que piensan los miembros de la Junta fue la de poner a los enfermos en otro lugar.

Sin embargo, esta medida no se pone en marcha rápidamente ya que el traslado podría generar sospechas entre los vecinos.

El día 30, la situación era límite. El alcaide pedía con urgencia ayuda a sus presidiarios, ya que si las circunstancias no cambiaban sería difícil mantenerlos vivos en aquel recinto.

La Junta, al creer que desde la cárcel se exageraba la situación, contestaba a los responsables de la cárcel que realizaran las medidas que ellos creyeran pertinentes.

Pensando en el socorro a los pobres, la Junta solicitaba fondos materiales a la Iglesia, alegando que era necesaria su colaboración al encontrarse la ciudad sumida en un estado epidémico muy extendido.

La cooperación del Ayuntamiento es escasa, destinando para tal fin el importe de las multas y otras partidas de insignificante cuantía.

Muchos sectores profesionales se vieron afectados por las estrictas medidas de seguridad.

  • Los barqueros alegan que con esas medidas están perdiendo su sustento a lo que el Ayuntamiento responde que lo que se pretende evitar son las entradas clandestinas en la ciudad.
  • A los curtidores se les impide que utilicen pieles de animales, en especial de gato.
Por lo que se deduce de los testimonios de la época, la comisión provincial intentaba eludir cualquier tema espinoso, dejándoles tales a la Junta local. Sólo se pronunció una vez la comisión provincial y fue cuando el Ayuntamiento decidió ampliar el cementerio municipal. Se aconsejó al alcalde de que no se llevara a cabo tal idea hasta que la ciudad no estuviera invadida por la epidemia.

El día 27 de junio se comentaba cómo en Toledo mantenía un comerciante de Mora un deposito de géneros, siendo necesario el evitar que saliesen o entrasen de él artículos, si antes no se conocían su procedencia.

En julio se recrudece la situación en la provincia.

El ayuntamiento de la ciudad de Toledo recomendaba la inhumación de cadáveres en el cementerio, colocando también edictos para contratar a mullidores y transportistas de muertos.

El 4 de julio se traslada a los presos militares de la Cárcel Real al Hospital de San Juan de Dios.

El día 9 se autorizó a los boticarios a entregar medicinas a los pobres de solemnidad si las recetas iban firmadas por los médicos.

Hasta el día 21, la Junta no autorizaba la instalación de un local en el que colocar alguna cama y que sirviese como hospital de cólera.

Al vecindario toledano se le invitaba a quemar hierbas aromáticas a la puerta de las casas, fijándose como hora idónea la del toque de oración.

Las noticias alarmantes que llegaban desde la provincia hicieron que se convocaran reuniones diarias por parte de la Junta.

Y a pesar de todos los esfuerzos, el día 23 la enfermedad llegó a Toledo.

El Hospital de Misericordia dejaba de recibir enfermos, trasladando sus camas al de Afuera.

El Vicario invitó a los religiosos conventuales, a fin de que éstos asistiesen espiritualmente a los feligreses enfermos de cólera ya que muchos de los eclesiásticos seculares habían huido de la ciudad coaccionados por el miedo.

Las camas utilizadas por los convalecientes en el Hospital del Rey fueron llevadas al de Afuera, donde eran más necesarias.

A tres vocales de la Junta se les encomendaron acciones muy concretas.

  • Juan Sastre acudiría a una reunión con los párrocos, para sondear la generosidad de los feligreses y la cantidad de dinero que se necesitaría para socorrer a cada uno de los enfermos.
  • Miguel Izquierdo fue encargado de establecer un servicio funerario que se ocupase de recoger a los fallecidos en los hospitales. También se incluyó en sus competencias el enviar a los enfermos que se curaban en sus casas, si sus síntomas eran graves, a hospitales específicos.
  • Zazarías Ximénez llevaba la misión de hablar con el Déan para buscar entre ambos una solución al problema de los expósitos, aquellos niños que se habían quedado sin padres y sin hogar a consecuencia de la epidemia. Su propuesta fue el que se los recogiera e internara en el Hospital de Santa Cruz o en la Casa de Caridad.
Otra de las recomendaciones fue que el carbón que entrara en Toledo desde Menasalbas se introdujese con ciertas precauciones.

En agosto, la enfermedad empezó a remitir de forma muy favorable y por ello se empezaron a realizar algunas concesiones.

Por ejemplo, a los barqueros se les permitió pasar a la orilla opuesta, si bien era necesaria la presentación de la carta de sanidad para entrar en la ciudad a todos cuantos transportasen.

A partir de los primeros días de septiembre, las sesiones de la Junta se fueron aplazando siendo lo frecuente una sesión a la semana.

En Toledo todavía se intentó mantener una vigilancia, con la única intención de obstaculizar la entrada de gentes indocumentadas.

Los médicos se quejaron de que empezaron a proliferar en la ciudad los curanderos, también denuncian la falta de consideración de los farmacéuticos, ya que suministran fórmulas curativas sin la adecuada receta.

Finalmente, tras superarse con éxito algunos pequeños focos leves en localidades de la provincia, se anuncia en Navidad que la epidemia de cólera había sido erradicada de la provincia de Toledo.

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Y así fue como Toledo y su provincia lucharon contra el brote de cólera durante los años 1833 y 1834.

Mi fuente ha sido:

MIEDO Y ENFERMEDADES EN EL TOLEDO DE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX

Espero que os haya parecido interesante. Estas entradas en las que hay que investigar y aprender son una delicia para escribir, por lo menos para mí :)

Muchas gracias por vuestras lecturas y comentarios. Sois el motor del blog.

Se despide.

Triskel, gota de palabra.



miércoles, 13 de agosto de 2014

HABÍA UNA VEZ EN OTRO TOLEDO...LA AJORCA DE ORO

¡Buenas! ¿Qué tal estáis? Tras un tiempo sin poder estar aquí, he vuelto.

Por las fechas que son, ya os podéis imaginar de que tratará la entrada de hoy.

Sí, la Virgen del Sagrario que se celebra en Toledo el 15 de agosto va a ser protagonista pero de una forma particular, formando parte de una sección a la que tengo mucho cariño y a la cual llamo "Había una vez en otro Toledo..." y donde saco del olvido de estos vertiginosos tiempos, leyendas o hechos legendarios relacionados con Toledo.



No profundizaré en que se llama así porque se conservaba en el Sacrarium, el lugar donde se realizaba el sacramento de la Eucaristía.

Ni profundizaré en su legendaria llegada a Toledo a manos de San Eugenio ni en las leyendas de cómo fue oculta con la llegada de los musulmanes ni cómo fue encontrada por Alfonso VI.

Tampoco contaré cómo los vecinos de Toledo costearon su Corona allá por los años 20 del pasado siglo.

La cosa va de leyendas, y más concretamente en una en especial.

Su autor es un hombre con una estrecha relación con la ciudad de Toledo, Gustavo Adolfo Bécquer.

La leyenda con la que voy a homenajear esta fecha tan especial para los toledanos es "La ajorca de oro", publicada en 1861 en el diario "El Contemporáneo" y que ocupa el cuarto lugar en el libro "Leyendas", del citado autor.

Os preguntaréis el porqué he elegido esta leyenda.

Desde siempre me ha parecido una leyenda muy interesante por todo lo que encierra.

Esa lucha entre el amor y la moral, el sentimiento de culpabilidad, el castigo divino por realizar malas acciones, su espectacular final. Es una leyenda injustamente olvidada que espero pronto salga de esa situación.

Sin más, procedo a su relato.

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LA AJORCA DE ORO.

I

Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural, hermosura diabólica que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.

Él la amaba, la amaba con ese amor que no conoce freno ni límite, la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante, diariase que lo infunde el Cielo para la expiación de una culpa.

Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las mujeres del mundo, él supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez, él, Pedro Alonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.

La tradición que refiere esta maravillosa historia acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.

Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.

II

Él la encontró un día llorando y la preguntó.

- ¿Por qué lloras?

Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.

Pedro, entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río y tornó a decirle.

¿Por qué lloras?

El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.

María exclamó: - No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré contestarte ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro, ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio, fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aun concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor, si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.

Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.

La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:

- Tú lo quieres, es una locura que te hará reir, pero no importa, te lo diré, puesto que lo deseas.

Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen, su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego, las notas del órgano temblaban, dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.


Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en la imagen, digo mal, en la imagen no, se fijaron en un objeto que, hasta entonces, no había visto, un objeto que, sin que pudiera explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías...; aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su Divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar...¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud... Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir, no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa que llevaba la joya de oro y pedrería; una mujer si, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. ¿La ves? parecía decirme, mostrándome la joya.
¡Como brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible pero ésta, ésta que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador..., nunca, nunca. Desperté pero con la misma idea fija aquí entonces como ahora semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás...¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reir mi locura?

Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza que, en efecto, había inclinado, y dijo con voz sorda:

- ¿Qué Virgen tiene esa presea?

- La del Sagrario murmuró María.

- ¡La del Sagrario! - repitió el joven con acento de terror - ¡La del Sagrario de la Catedral!...

Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea.

- ¡Ah! ¿Por qué no la posee otra Virgen? - prosiguió con acento energético y apasionado - ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo...yo, que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!

- ¡Nunca! - murmuró María con voz casi imperceptible - ¡Nunca!

Y siguió llorando.

Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río, en la corriente que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad imperial.

III

¡La Catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.

Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de las ojivas donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.

Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y de la de nuestros mayores sobre el que los siglos han derramado a porfia el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes.

En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un santo honor que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra. La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas, el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.

Pero si grande, si imponente se presenta la catedral, a nuestros ojos a cualquier hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería, sus gradas, de alfombras, y sus pilares, de tapices.

Entonces cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata, cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios, que vive en él, y lo anima con su soplo, y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.

El mismo día en que tuvo la escena que acabamos de referir se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen


La fiesta religiosa había traído a ella a una multitud inmensa de fieles, pero ya ésta se había dispersado en todas las direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí, la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.

Era Pedro.

¿Qué había pasado entre los dos amantes para se arrestara, al fin, a poner por obra una idea que sólo al concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.

La catedral estaba sola, completamente sola y sumergida en un silencio profundo. No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o, ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe, pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.

Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y siguió la primera grada de la capilla mayor.

Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan por toda una eternidad.
¡Adelante! murmuró en voz baja, y quiso andar, y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento.

Bajó los ojos y sus cabellos se erizaron de horror, el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.

Por un momento creyó que una mano fría y descarnada lo sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas, que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo, con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.

¡Adelante! volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles, todo era tinieblas o luz dudosa, más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.

Sin embargo, aquella sonrisa mudo e inmóvil que lo tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor, un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.

Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano, con un movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo, la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.

Ya la presea estaba en su poder, sus dedos crispados la oprimía con una fuerza sobrenatural, sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capitales, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temorosos y extraños.

Al fin abrió los ojos y tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios. La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus ojos sin pupila.

Santos, monjes, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios mientras que, arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos en las bóvedas ululaba como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.

Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa, una nube de sangre oscureció sus pupilas, arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.

Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada: -

- ¡Suya, suya!

El infeliz estaba loco.
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Nunca dejará de sobrecogerme ese "¡suya, suya!", el imaginar la situación, la mirada de Pedro hace que se ponga la piel de gallina. Maravilloso.

Espero que hayáis disfrutado leyendo la leyenda como lo disfruto yo. Es una auténtica joya de un genio llamado Gustavo Adolfo Bécquer.

Que todos los toledanos y las personas que vengan a la ciudad tengan unas buenas y sanas fiestas. Disfrutad.

Con estos buenos deseos, me despido hasta la próxima entrada.

Muchas gracias por vuestras lecturas y comentarios.

Sois el motor del blog.

Se despide

Triskel, gota de palabra.